Pecado mortal y pecado venial.

Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Reconciliatio et pænitentia (1984, 17), expone los fundamentos bíblicos y doctrinales de la distinción real entre pecados mortales, que llevan a la muerte (1Jn 5,16; Rm 1,32), pues quienes persisten en ellos no poseerán el reino de Dios (1Cor 6,10; Gal 5,21), y pecados veniales, leves o cotidianos (Sant 3,2), que ofenden a Dios, pero que no cortan la relación de amistad con Él. Ésta es, en efecto, la doctrina tradicional, que Santo Tomás enseña (STh I-II,72,5), como también el concilio de Trento (Dz 1573, 1575, 1577).

El pecado mortal

es una ofensa a Dios tan terrible, y trae consigo unas consecuencias tan espantosas, que no puede producirse sin que se den estas tres condiciones: –materia grave, o al menos apreciada subjetivamente como tal; –plena advertencia, es decir, conocimiento suficiente de la malicia del acto; y –pleno consentimiento de la voluntad. Un solo acto, si reune tales condiciones, puede verdaderamente separar de Dios, es decir, puede causar la muerte del alma.

En este sentido, dice Juan Pablo II, se debe «evitar reducir el pecado mortal a un acto de “opción fundamental” contra Dios –como hoy se suele decir–, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo» (Reconciliatio 17).

 

La maldad del pecado mortal consiste en que rechaza un gran don de Dios, una gracia que era necesaria para la vida sobrenatural. Mata, por tanto, ésta; separa al hombre de Dios, de su amistad vivificante; desvía gravemente al hombre de su fin verdadero, Dios, orientándolo hacia bienes creados. En este último sentido ha de entenderse la expresión «actos desordenados», que hoy –desafortunadamente– vienen a ser un eufemismo frecuente para evitar la palabra «pecado».

El pecado venial

rechaza un don menor de Dios, algo no imprescindible para mantenerse en vida sobrenatural. No produce la muerte del alma, sino enfermedad y debilitamiento; no separa al hombre de Dios completamente; no excluye de su gracia y amistad (Trento 1551, Errores Bayo 1567: Dz 1680, 1920); no desvía al hombre totalmente de su fin, sino que implica un culpable desvío en el camino hacia él. Un pecado puede ser venial (de venia, perdón, venial, perdonable) por la misma levedad de la materia, o bien por la imperfección del acto, cuando la advertencia o la deliberación no fueron perfectos.

No siempre el pecado venial es sinónimo de pecado leve

apenas culpable, sin mayor importancia. Conviene saber esto y recordarlo. Así como la enfermedad admite una amplia gama de diversas gravedades, teniendo al límite la muerte, de modo semejante el pecado venial puede ser leve o grave, casi mortal. Imaginen este diálogo: –¿Esa enfermedad es mortal? –No, gracias a Dios. –Bueno, entonces es leve. –No, es bastante o muy grave, y si no se sana a tiempo, puede llegar a ser una enfermedad mortal.

Juan Pablo II, en el lugar citado, recuerda que «el pecado grave se identifica prácticamente, en la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal». Sin embargo, ya se comprende que también el pecado venial puede tener modalidades realmente graves. Cayetano usa la calificación de «gravia peccata venialia», y Francisco de Vitoria, con otros, usa expresiones equivalentes (M. Sánchez, Sobre la división del pecado, «Studium» 1974, 120-123). Pero, como es lógico, son particularmente los santos, quienes más aman a a Dios, los que más insisten en la posible gravedad de ciertos pecados veniales.

Así Santa Teresa:

Así Santa Teresa: «Pecado por chico que sea, que se entiende muy de advertencia que se hace, Dios nos libre de él. Yo no sé cómo tenemos tanto atrevimiento como es ir contra un tan gran Señor, aunque sea en muy poca cosa, cuanto más que no hay poco siendo contra una tan gran Majestad, viendo que nos está mirando. Que esto me parece a mí que es pecado sobrepensado, como quien dijera: “Señor, aunque os pese, haré esto; que ya veo que lo véis y sé que no lo queréis y lo entiendo, pero quiero yo más seguir mi antojo que vuestra voluntad”. 

Y que en cosa de esta suerte hay poco, a mí no me lo parece, sino mucho y muy mucho» (Camino Perf. 71,3). La reincidencia desvergonzada agrava aún más la culpa: «que si ponemos un arbolillo y cada día le regamos, se hará tan grande que para arrancarle después es menester pala y azadón; así me parece es hacer cada día una falta –por pequeña que sea– si no nos enmendamos de ella» (Medit. Cantares 2,20).

Imperfecciones

Por otra parte, grandes autores nos hablan de las imperfecciones, junto a los pecados mortales y veniales (San Juan de la Cruz, 1 Subida 9,7; 11,2). La imperfección suele definirse como «la deliberada omisión de un bien mejor». Pudiendo hacer un bien mayor, se elige hacer un bien menor… ¿Realmente es pecado? Otros piensan que, más bien, la imperfección es una obra buena, pero no perfecta. Otros –y yo con ellos– estimamos que es simplemente un pecado venial, aunque sea muy leve.

No creemos que existan actos humanos moralmente indiferentes 

(decimos actos humanos, por tanto conscientes y deliberados). Podrá haber actos del hombre (andar, comer, escribir) indiferentes por su especie, es decir, considerados en abstracto. Pero considerados en concreto, en la acción individual, tales actos serán buenos o malos, según la moralidad derivada de las circunstancias y del fin del agente (STh I-II,18,9). Ahora bien, si no hay actos morales indiferentes, no hay imperfecciones: los actos humanos o son buenos o son malos –venial o mortalmente pecaminosos–. Así pues, «la imperfección moral es pecado venial» (B. Zomparelli, imperfection morale, Dict. de Spiritualité, París 1970, 1625-1630).

 

Dejemos a un lado en esto si tal cosa es de precepto o consejo, si es un bien en sí mayor o menor, etc., y veamos la cuestión sencillamente. Siempre que el hombre rechaza la íntima moción de la gracia de Dios, peca –venial o mortalmente–; trátese de precepto o consejo, bien mayor o menor. Si, por ejemplo, una persona tiene conciencia moral cierta de que Dios quiere darle su gracia para que vaya a misa diariamente, si no va y se aplica a otra obra buena (trabajar, estudiar, lo que sea), no incurre simplemente en una imperfección, sino en un pecado venial –pues el don rechazado no es vital, sino sólo conveniente y precioso–. Y ya sabemos, por supuesto, que no hay precepto que mande participar diariamente en la Misa.

Evaluación subjetiva del pecado concreto

La división teórica de la gravedad de los distintos pecados es relativamente sencilla. Pero a la hora de evaluar en concreto la gravedad de ciertos pecados cometidos, surgen a veces en las conciencias problemas no pequeños. Señalemos, pues, algunos criterios en orden al discernimiento.

1. Aunque somos personas humanas, hacemos pocos «actos humanos»

 si entendemos por éstos los que proceden de razón y libertad  (ST I-II, 1,1; ib. ad 3m). Los hombres espirituales tienen una vida muy consciente y deliberada, pero son pocos. La mayoría de los hombres son carnales, y el sector consciente y libre de sus vidas es bastante reducido. Obran muchas veces movidos por su costumbre, por la moda, por las circunstancias, por lo que le apetece, por lo que le piden. En gran medida, pues, «no saben lo que hacen» (Lc 23,34; cf. Rm 7,15). Más aún, los que pecan mucho ponen sus almas tan oscuras, que acaban confundiendo vicio y virtud, mal y bien. Todos, más o menos, sufrimos estas oscuridades, y todos hemos de decir ante el Señor: «¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta» (Sal 18,13).

 

Ahora bien, si en aquello que en nuestra conciencia hay de consciente y libre nos empeñamos sinceramente en no ofender a Dios, llegaremos a no ofenderle tampoco en aquellas cosas de las que hoy todavía apenas somos conscientes. Es decir, la reducción de los pecados formales, amplía e ilumina cada vez más nuestra conciencia, y nos va librando incluso de aquellos que llamamos pecados materiales, que no son realmente culpables, por faltar en ellos el conocimiento o la voluntariedad. Por el contrario, en los cristianos plenamente crecidos en la gracia casi todos los actos son humanos, pues en ellos la voluntad obra según la razón y según «la fe operante por la caridad» (Gal 5,6).

2. La gravedad o levedad de un pecado concreto ha de ser juzgada según el pensamiento de la fe

esto es, a la luz de la sagrada Escritura y de la enseñanza de la Iglesia; y no según el temperamento personal o el ambiente en que se vive. De otro modo, los errores en la evaluación pueden ser enormes.

 

Las personas juzgan frecuentemente la gravedad de un pecado según su temperamento y modo de ser. Tal caballero antiguo no hace casi problema de conciencia si mata a otro en un duelo de pura vanidad; pero si dijera una mentira grave sentiría terriblemente manchado su honor y su conciencia. Esta señora rezadora es incapaz de faltar contra la castidad en los más mínimo, pero maltrata a su empleada, y no ve en ello nada de malo; ve en ello, más bien, una muestra noble de energía y autoridad.

 

Influye también mucho el ambiente, y también, por supuesto, el mismo medio eclesial concreto. Faltas, por ejemplo, contra la abstinencia penitencial que son muy tenidas en cuenta en tal época o Iglesia particular, en otro tiempo y lugar apenas se consideran. Se dan, pues, en esto errores de época, graves errores colectivos, de los cuales, por supuesto, no se libran los cristianos carnales de nuestro tiempo. Tantos de ellos, por ejemplo, no consideran pecado mortal la inasistencia a la Misa dominical durante años. Su conciencia está deformada, quizá a causa de predicaciones falsas.

3. A todo pecado, sea mortal o venial, hay que dar mucha importancia.

El dolor por la culpa ha de ser siempre máximo, y en este sentido no tiene mayor interés llegar a saber si tal pecado fue mortal o venial, venial leve o grave. Por lo demás, insistimos en que un pecado, aunque no sea mortal, puede ser muy grave. En pecados, por ejemplo, contra la caridad al prójimo, desde una antipatía apenas consentida, pasando por murmuraciones y juicios temerarios, hasta llegar al insulto, a la calumnia o al homicidio, hay una escala muy amplia, en la que no se puede señalar fácilmente cuándo un pecado deja de ser venial para hacerse mortal.

4. EI pecado de los cristianos tiene una gravedad especial.

«Si pecamos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad» ¿qué castigo mereceremos? Si era condenado a muerte el que violaba la ley de Moisés, «¿de qué castigo más severo pensáis que será juzgado digno el que haya pisoteado al Hijo de Dios, y haya profanado la sangre de su Alianza, en la que fue santificado, y haya ultrajado al Espíritu de la gracia?» (Heb 10,26. 29). A éstos «más les valía no haber conocido el camino de la justificación, que, después de haberlo conocido, echarse atrás del santo mandamiento que se les ha transmitido. Les ha pasado lo del acertado proverbio: “El perro ha vuelto a su propio vómito”, y “el cerdo, recién lavado, se revuelca en el lodo”» (2Pe 2,21-22).

5. El cristiano que habitualmente vive en gracia de Dios, en la duda, debe presumir que su pecado no fue mortal.

Y la presunción será tanto más firme cuanto más intensa y firme sea su vida espiritual. Recordemos que gracia, virtudes y dones son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en el hombre. Y el hábito es «qualitas difficile mobilis»: implica permanencia y estabilidad, como dice Santo Tomás (STh I-II, 49,2 ad 3m). La gracia da al hombre una habitual inclinación al bien, así como una habitual tendencia a evitar el pecado (De veritate 24,13). Por eso tanto la vida en pecado como la vida en gracia poseen estabilidad, y la persona no pasa de un estado al otro con facilidad y frecuencia. Por eso aquellos buenos cristianos que con excesiva facilidad piensan que tal pecado suyo fue mortal suelen estar equivocados, quizá porque recibieron una mala formación o porque son escrupulosos. Estiman que puede perderse la gracia de Dios como quien pierde un paraguas, por puro olvido o despiste.

 

Tengamos en cuenta ante todo que cuando el Señor agarra al hombre fuertemente por su gracia, no consiente tan fácilmente que por el pecado mortal se le escape. Viviendo normalmente en gracia, caminamos fuertemente tomados de la mano de Dios. Y como dice Jesús, «lo que me dio mi Padre es mejor que todo, y nadie podrá arrancar nada de la mano de mi Padre» (Jn 10,29). Y San Pablo: «¿Quién podrá arrancarnos al amor de Cristo?… [Nada] podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35.39).

No conviene cavilar en exceso tratando de evaluar exactamente la gravedad de un pecado.

Lo que hay que hacer es arrepentirse de él con todo el corazón. Y aunque el pecado fuere pequeño, sea muy grande el arrepentimiento.

 

Los que atormentan su alma intentando evaluar su culpa, dándole vueltas y más vueltas, no sacan nada en limpio. Muchas veces son escrupulosos. Imaginemos que un niño, desobedeciendo a su madre, ha dado un portazo –por prisa, por enfado, por negligencia, por lo que sea–. Triste sería que luego el niño, encogido en un rincón, se viera corroído por interminables dudas: «¿Fue un portazo muy fuerte?… No tanto. ¿Quizá trato de quitarme culpa? Muy suave no fue, ciertamente. ¿Pero hasta qué punto me di cuenta de lo que hacía?» etc. … Poco tiene eso que ver con la sencillez de los hijos de Dios, que viven apoyados siempre en el amor del «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2Cor 1,3). En no pocos casos, estas cavilaciones morbosas proceden en el fondo de un insano deseo de controlar humanamente la vida de la gracia y cada una de sus vicisitudes. Pero muchas veces la evaluación del pecado concreto es moralmente imposible: «Ni a mí mismo me juzgo –decía San Pablo–. Quien me juzga es el Señor» (1Cor 4,3-4).

Pecados de omisión

Todos los días pedimos al Señor en la Misa que perdone nuestros pecados de «pensamiento, palabra, obra u omisión». Estos pecados de omisión pueden ser muy graves: vivir habitualmente desvinculado de la santa Misa, ignorar más o menos conscientemente la situación de un familiar que necesita una ayuda con urgencia, no prestar suficiente atención de amor al cónyuge, centrándose durante los tiempos libres en alguna de las tantísimas aficiones que pueden cautivar a la persona; etc. Muchas veces los pecados de omisión van unidos a pecados de obra. En todo caso, al ser omisiones, con frecuencia no son advertidos por la conciencia, que capta con más facilidad los pecados de obra positiva.

 

Cristo señala y reprueba en varias ocasiones pecados que son de omisión. Condena la higuera infructuosa (Mc 11,12-14, 20-21). Las vírgenes imprudentes de la parábola no se ven privadas del banquete por pecado de comisión, sino de omisión (Mt 25,11-13). Igualmente es castigado el siervo que no empleó debidamente su talento (Mt 25, 27-29). En el Juicio final el Señor castiga por los muchos bienes que, pudiendo hacerlos, no fueron hechos (Mt 25, 41-46). El rico de la parábola es condenado no por haber causado algún mal al pobre Lázaro, sino por haberlo ignorado, teniéndolo en la misma puerta de su casa, sin prestarle nunca ayuda (Lc 16,19-3 l). La omisión de aquellas buenas obras debidas en justicia o en caridad, que son posibles, ciertamente constituyen un pecado, un pecado de omisión. Esta verdad nos lleva a reafirmar otra verdad fundamental que le precede.

Las buenas obras son necesarias para la salvación.

Dice Jesús: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). «En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos» (Jn 15,8). Nosotros,  pues, como hijos de Dios, hemos de «andar de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col 1,10). Por lo demás, al final de los tiempos vendrá el Señor «para dar a cada uno según sus obras» (Ap 22,12; cf. Mt 25,19-46; Rm 14,10-12; 2Cor 5,10). Y entonces «saldrán los que han obrado el bien para la resurrección de vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de condena» (Jn 5,29).

El cristiano está destinado a la perfección, y exige obras la perfección 

(per-fectus, de per-facere). En efecto, «la operación es el fin de las cosas creadas» (STh I,105,5), pues las potencias se perfeccionan actualizándose en sus obras propias. Por eso los cristianos, cooperando con la acción de la gracia divina –que es la que actúa en la persona «el querer y el obrar» (Flp 2,13)–, alcanzamos la perfección actuando las virtudes y dones en sus propias obras. Es fácil de entenderlo: si no nos ejercitáramos en las obras buenas, resistiríamos la gracia de Dios, pues Él quiere fecundar nuestra libertad dándole una operosidad abundante, de modo que por ella lleguemos nosotros a la perfección, y al mismo tiempo ocasionemos la de otros. «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).      

 

Advirtamos, en todo caso, que cuando hablamos de obras nos referimos igualmente a las obras externas, que tienen expresión física, como a la realización de obras internas, de condición predominantemente espiritual –como, por ejemplo, orar, perdonar una ofensa, renunciar a una reclamación justa, acordarse de Dios al paso de las horas, etc.–.

El peligro de tener muchas palabras, y pocas obras

siempre ha sido denunciado por los maestros espirituales, comenzando por los mismos Apóstoles. San Pedro nos dice que Jesús «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38). Y San Pablo: «Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa» (1 Cor 4,20). Y San Juan: «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad» (1Jn 3,18). Los pecados de omisión van directamente en contra de esa operosidad benéfica, que no es sino docilidad a la gracia de Dios.

 

San Juan de la Cruz advierte que «para hallar a Dios de veras no basta sólo orar con el corazón y la lengua, sino que también, con eso, es menester obrar de su parte lo que es en sí. Muchos no querrían que les costase Dios más que hablar, y aun eso mal, y por El no quieren hacer casi nada que les cueste algo» (Cántico 3,2). Santa Teresa insiste siempre: «Vosotras, hijas, diciendo y haciendo, palabras y obras» (Camino Perf. 32,8). El amor que tenemos al Señor ha de ser «probado por obras» (3 Moradas 1,7; cf. Cuenta conc. 51). «Obras quiere el Señor» (5 Moradas 3,11). Y en la más alta perfección cristiana no queda el cristiano inerte y quieto, sino que, por el contrario, es entonces cuando florece en cuantiosas y preciosas obras buenas: «De esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (7 Moradas 4,6). Y lo mismo dice Santa Teresa del Niño Jesús: «los más bellos pensamientos nada son sin las obras» (Manuscritos autobiog. X,5).

Así pues, la fe fiducial luterana, sin obras, es una fe muerta,

sin caridad, pues si estuviera vivificada por la caridad, florecería necesariamente en obras buenas. No es, por tanto, una fe salvífica: «la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta» (Sant 2,17).

La fe fiducial presuntamente salvífica es, pues, una caricatura de la fe viva cristiana, que es, bajo la acción de la gracia de Dios, «la fe operante por la caridad» (Gal 5,6) . En efecto, «no son justos ante Dios los que oyen la Ley, sino los que cumplen la Ley: ésos serán declarados justos» (Rm 2,13). Tampoco basta con clamar al Señor, abandonándose pasivamente a su misericordia, pues «no todo el que dice “¡Señor, Señor!” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).

 

Pues bien, el campo católico de trigo no está hoy libre de la cizaña luterana.

 Cuando un cristiano deja de ir a Misa, cuando la comunión frecuente no va acompañada de la confesión frecuente, cuando la absolución sacramental se imparte y se recibe sin esperanza real de conversión, como una imputación extrínseca de justicia, cuando tantos creyentes viven tranquilamente en el pecado mortal habitual –adulterio o lo que sea–, confiados a la misericordia de Dios, que es tan bueno, ¿no estamos con Lutero ante una vivencia fiducial de la fe? ¿No se da, aunque sea calladamente, una instalación pacífica en el simul peccator et iustus?

José María Iraburu, sacerdote

Fuente: Catholic.net